Son siempre los pobres quienes pagan el
precio de la corrupción. De toda corrupción: la de los políticos y de
los empresarios, pero también la de los eclesiásticos que descuidan su
«deber pastoral» por cultivar el «poder». El Papa Francisco volvió a
denunciar con palabras fuertes «el pecado de la corrupción», en el que
caen «muchas personas que tienen poder: poder material, político o
espiritual». Y durante la misa que celebró el lunes 16 de junio, por la
mañana, en la casa Santa Marta, invitó a rezar en especial por
«aquellos —muchos, muchos— que pagan la corrupción, que pagan la vida
de los corruptos, esos mártires de la corrupción política, de la
corrupción económica y de la corrupción eclesiástica».
Partiendo
del pasaje del primer libro de los Reyes (21, 1-16) proclamado durante
la liturgia, el Pontífice recordó la historia de Nabot de Yezrael, que
se negó a ceder al rey Ajab su viña, que había heredado de su padre, y
por ello, por instigación de la reina Jezabel, fue lapidado. «Un pasaje
muy triste de la Biblia», comentó el obispo de Roma, destacando que el
relato sigue la misma estructura del relato del proceso de Jesús o del
martirio de Esteban, y haciendo referencia a una frase del Evangelio de
Marcos (10, 42): «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los
pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen».
«Este Nabot —destacó el Papa— parece un mártir, un mártir de ese rey,
que gobierna tiranizando y oprimiendo». Para apropiarse de la viña, Ajab
al principio presenta a Nabot una propuesta honesta: «Yo te la compro,
te la cambio por otra». Luego, sin embargo, ante el rechazo del hombre
de privarse de la «herencia de sus padres», se marcha a casa «amargado,
indignado», comportándose casi como un «niño caprichoso» que hace
«berrinches». A este punto su esposa Jezabel — «la misma que había
amenazado de muerte al profeta Elías, después de que él había matado a
los sacerdotes de Baal»— organizó un simulacro de proceso con falsos
testigos e hizo matar a Nabot, permitiendo al marido tomar posesión de
la viña. Y Ajab lo hizo, destacó el Pontífice, «tranquilo, como si nada
hubiese ocurrido».
Se trata de una
historia, advirtió el Papa Francisco, que «se repite continuamente en
muchas personas que tienen poder: poder material, político o
espiritual. Pero esto es un pecado: es el pecado de la corrupción». Y
¿cómo se corrompe una persona? «Se corrompe —dijo el Papa— por el camino
de la propia seguridad. Primero, el bienestar, el dinero, luego el
poder, la vanidad, el orgullo, y desde allí todo: incluso matar».
«En los periódicos —indicó el obispo de Roma— leemos muchas veces: ha
sido conducido al tribunal ese político que se enriqueció mágicamente.
Ha estado en el tribunal, ha sido llevado al tribunal ese dirigente de
empresa que mágicamente se enriqueció, es decir, explotando a sus
obreros; se habla mucho de un prelado que se enriqueció demasiado y ha
dejado su deber pastoral por atender su poder». Así pues, están «los
corruptos políticos, los corruptos de los negocios y los corruptos
eclesiásticos». Y están «por todas partes». Porque la corrupción,
explicó el Pontífice, «es precisamente el pecado al alcance de la mano,
que tiene esa persona que tiene autoridad sobre los otros, sea
económica, política o eclesiástica. Todos somos tentados de corrupción.
Es un pecado al alcance de la mano».
Por lo demás, añadió, «cuando uno tiene autoridad se siente poderoso,
se siente casi Dios». La corrupción, de este modo, «es una tentación de
cada día», en la cual puede caer «un político, un empresario o un
prelado».
Pero —se preguntó el Papa
Francisco— «¿quién paga la corrupción?». Ciertamente no la paga quien
«lleva el soborno»: él representa sólo «al intermediario». En realidad,
constató el Pontífice, «la corrupción la paga el pobre». No por
casualidad la corrupción del rey Ajab «la pagó Nabot, el pobre hombre
fiel a su tradición, fiel a sus valores, fiel a la herencia recibida de
su padre».
«Si hablamos de los
corruptos políticos o de los corruptos económicos, ¿quién paga esto?»,
se preguntó de nuevo el Papa. «Pagan —dijo— los hospitales sin
medicinas, los enfermos que no tienen remedio, los niños sin educación.
Ellos son los modernos Nabot, que pagan la corrupción de los grandes».
Y, continuó, «¿quién paga la corrupción de un prelado? La pagan los
niños que no saben santiguarse, que no saben la catequesis, que no son
atendidos; la pagan los enfermos que no son visitados; la pagan los
presos, que no tienen atención espiritual». En definitiva, quien paga la
corrupción son siempre los pobres: los «pobres materiales» y los
«pobres espirituales».
«Entre
vosotros no es así», dice al respecto Jesús a los discípulos, exhortando
a quien «tiene poder» a convertirse «en el servidor». Y, en efecto,
recordó el Papa Francisco, «el único camino para salir de la corrupción,
el único camino para vencer la tentación, el pecado de la corrupción,
es el servicio. Porque la corrupción viene del orgullo, de la soberbia, y
el servicio te humilla: es precisamente la caridad humilde para ayudar a
los demás».
Como conclusión, el
obispo de Roma destacó el valor del testimonio de Nabot, el cual «no
quiso vender la herencia de sus padres, de sus antepasados, los
valores»: un testimonio muy significativo si se piensa que a menudo,
«cuando hay corrupción», también el pobre corre el riesgo de perder «los
valores, porque se le imponen costumbres, leyes, que son contrarias a
los valores recibidos de nuestros antepasados». De aquí la invitación a
rezar por los numerosos «mártires de la corrupción», para que «el Señor
nos acerque a ellos» y dé a estos pobres la «fuerza para seguir
adelante» en su testimonio.
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