“Coloquemos nuestras preocupaciones en manos de nuestro Señor, que el cuida continuamente de nosotros” (1P 5,7)
El estrés es ya una de las típicas enfermedades de nuestro tiempo; vamos de aquí para allá con mil cosas en la cabeza, cargados de responsabilidades (o irresponsabilidades) que provocan innumerables tensiones.
Y son precisamente esas preocupaciones las que nos impiden encontrar soluciones a nuestros problemas. Se crea un terrible círculo vicioso: los problemas nos llevan a tensionarnos, y esto, a su vez enturbia la mente y nos impide pensar con cordura y claridad. Así nunca hallaremos la puerta de salida de aquel laberinto, más bien, nos perderemos cada vez más hasta llegar a la desesperación.
Y no hay nada por difícil que parezca que no se pueda solucionar junto a Dios. Cuando nos damos cuenta de cuál es nuestra situación real y la aceptamos tal cual es, en vez de soñar con tragedias imaginarias podemos afrontar todo lo que suceda con más tranquilidad, sin ver fantasmas donde no los hay.
Y aun cuando nos toque pasar por momentos realmente duros, si los aceptamos, habremos dado el primer paso para superar la calamidad, pues la paz del espíritu se consigue aceptando lo que sucede. Con la aceptación se logra, al mismo tiempo, una especie de liberación, que nos permite considerar el problema desde su justo valor. Si aceptamos lo terrible y doloroso de la vida ya no tenemos nada que perder, y es en ese momento cuando empezamos a ganar.
Aceptación no significa derrota o resignación pasiva, significa un paso necesario para llegar a una buena solución. De otra manera, si nos limitamos a rumiar todo lo malo que cada día sale al paso, nos amargaremos irremediablemente convirtiéndonos en personas llenas de melancolía.
Pero, para decidirnos con afán a la búsqueda de una buena solución necesitamos, siempre, de la ayuda de Dios. Con su Espíritu, el Señor ilumina nuestro entendimiento y nos guía con su sabiduría.
Bien dice el Salmo 55: “Coloca tus problemas en las manos de Dios y verás cómo resuelve muchas de tus tribulaciones.”, y el libro de Eclésiastico:“¿Quién confió en el Señor y fue abandonado?”(cf. 2,10). La oración continua, una vida sacramental activa, la escucha de la palabra de Dios, son medios que garantizan la presencia de Dios en nosotros.
En esta búsqueda de soluciones es prudente pedir consejo. Dios nos habla también a través del Espíritu Santo en su vida. Pues es sabido que no toda persona es apta para dar un buen consejo, sobre todo cuando ha entenebrecido su conciencia a causa del pecado.
“Si Dios está con nosotros, ¿quién podrá contra nosotros?” (Rm 8, 31), y no habrá cosa que con él no podamos afrontar, conservando la alegría y la paz.
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