El Señor salva
«solamente a quien sabe abrir su corazón y se reconoce pecador». Es la
enseñanza que el Papa Francisco dio del pasaje
evangélico de san Lucas (7, 36-50) durante la misa que celebró el jueves
18 de septiembre, por la mañana, en
Santa Marta. Se trata del relato de la pecadora que, durante la comida en la
casa de un fariseo, sin ser ni siquiera invitada, se acerca a Cristo con «un vaso de perfume» y «colocándose detrás
junto a sus pies, llorando», comienza «a bañarlos de lágrimas», luego los seca «con sus cabellos», los besa y los unge de
perfume.
El Pontífice
explicó que precisamente «reconocer los pecados, nuestra miseria, reconocer lo
que somos y lo que somos capaces de hacer o hemos hecho es la puerta que se abre
a la caricia de Jesús, al perdón de Jesús, a la palabra de Jesús: Vete en paz,
tu fe te ha salvado, porque has sido valiente, has sido valerosa en abrir tu
corazón a aquel que sólo puede salvarte». Al respecto el Papa repitió una
expresión muy querida por él: «el lugar privilegiado para el encuentro con C risto son los propios pecados».
A un oído poco
atento esto le «parecería casi una herejía —comentó— pero lo decía también san
Pablo» cuando, en la segunda Lectura a los Corintios (12, 9), afirmaba de gloriarse «solamente de
dos cosas: de los propios pecados y de
Cristo Resucitado que lo ha salvado».
El obispo de
Roma introdujo su reflexión reconstruyendo la escena descrita en el pasaje
evangélico. Aquel «que había invitado a Jesús al almuerzo —hizo notar— era una persona de un cierto nivel, de
cultura, quizás un universitario. Quería escuchar la doctrina de Jesús, porque
como buena persona de cultura estaba inquieto», buscaba «conocer más». Y «no
parece que fuera una mala persona», como tampoco parecían «los demás que
estaban en la mesa». Hasta que irrumpe en el banquete una figura femenina: en
el fondo «una mal educada» que «entra justo donde no había sido invitada. Una
que no tenía cultura o si la tenía, aquí no lo demostró». En efecto, «entra y
hace eso que quiere hacer: sin pedir disculpas, sin pedir permiso». Y en todo
esto, observó el Papa, «Jesús la deja actuar».
Es entonces
cuando la realidad se revela detrás de la fachada de las buenas maneras con el
fariseo que comienza a pensar: «Si este fuera profeta, sabría quién y qué clase
de mujer es la que lo está tocando, pues
es una pecadora». Este hombre «no era malo», sin embargo, «no logra
entender el gesto de la mujer. No logra entender los gestos elementales de la
gente». Quizás, destacó el Papa Francisco, «este hombre había olvidado cómo se
acaricia a un niño, cómo se consuela a una anciana. En sus teorías y en sus
pensamientos, en su vida de gobierno — porque tal vez era un consejero de los
fariseos— había olvidado los primeros gestos de la vida que todos nosotros, de
recién nacidos, comenzamos a recibir de nuestros padres». En resumen, «estaba
alejado de la realidad». Sólo así, continuó el Papa, se explica «la acusación»
imputada a Jesús: «¡Este es un santón! Nos habla de cosas hermosas, hace un
poco de magia; es un curandero; pero al final no conoce a la gente, porque si
supiera de qué clase es esta habría dicho algo».
Hay entonces
«dos actitudes» muy diferentes entre sí: por una parte la del «hombre que ve y
califica», juzga; y por otro la de la «mujer que llora y hace cosas que parecen
locuras», porque utiliza un perfume que
«es caro, es costoso». En especial el Pontífice se detuvo en el hecho de
que el Evangelio sí utiliza la palabra
«unción» para significar que el «perfume de la mujer unge: tiene la
capacidad de ser una unción», al contrario de las palabras del fariseo que «no
llegan al corazón, no llegan a la realidad».
En medio a estas
dos figuras tan antitéticas está Jesús, con «su paciencia, su amor», su «deseo de salvar a todos», que «le lleva a
explicar al fariseo qué
significa eso que hace esta mujer» y a reprocharle, si bien
«con humildad y ternura», por no haber tenido «cortesía» con Él. «He
entrado en tu casa —le dice— y no me has dado agua para los pies; no me has dado un beso; no has ungido con
óleo mi cabeza. En cambio ella hace todo
esto: con sus lágrimas, con sus cabellos, con su perfume».
El Papa
evidenció también que el Evangelio no dice «cómo terminó la historia para este
hombre», pero dice claramente «cómo terminó para la mujer: “Tus pecados han
quedado perdonados”». Una frase, esta, que escandaliza a los comensales,
quienes comienzan a confabular entre sí preguntándose: «¿Pero quién es este,
que hasta perdona pecados?». Mientras que Jesús prosigue derecho por su camino
y «dice esa frase tan repetida en el
Evangelio: “Vete en paz, tu fe te ha salvado”». En resumen, «a ella se le dice
que sus pecados le son perdonados, a los demás, Jesús les hace ver sólo los
gestos y se los explica, incluso los gestos no realizados, o sea lo que no han
hecho con Él». Es una diferencia que Francisco ha querido remarcar: en el
comportamiento de la mujer «hay mucho, mucho amor», mientras que con respecto a
los comensales Jesús «no dice que falta» el amor, «pero lo da a entender». En
consecuencia «la palabra salvación —“tu fe te ha salvado”— la dice sólo a la
mujer, que es una pecadora. Y la dice porque ella logró llorar sus pecados,
confesar sus pecados, decir: “Soy una pecadora”». Por el contrario, «no la dice a esa gente», que
incluso «no era mala», sino porque estas
personas «creían que no eran pecadoras». Para ellos «los pecadores eran los
demás: los publicanos, las prostitutas».
He aquí entonces
la enseñanza del Evangelio: «La salvación
entra en el corazón solamente cuando abrimos el corazón en la verdad de
nuestros pecados». Cierto, observó el obispo
de Roma, «ninguno de nosotros irá a hacer el gesto que hizo esta mujer»,
porque se trata de «un gesto cultural de la época; pero todos nosotros tenemos
la posibilidad de llorar, todos nosotros tenemos la posibilidad de abrirnos y
decir: Señor, ¡sálvame! Todos nosotros tenemos la posibilidad de encontrarnos
con el Señor». También porque, afirmó, «a esa otra gente, en este pasaje del
Evangelio, Jesús no dice nada. Pero en otro pasaje dirá esa terrible palabra:
“¡Hipócritas, porque os habéis alejado de la realidad, de la verdad!”». Y de
nuevo, refiriéndose al ejemplo de esa pecadora, advertirá: «Pensad bien, serán
las prostitutas y los publicanos que os precederán en el reino de los cielos».
Porque ellos —concluyó— «se sienten
pecadores» y «abren su corazón en la confesión de los pecados, en el
encuentro con Jesús, que dio su sangre por todos nosotros».
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